martes, 9 de agosto de 2011

Peligros de una burbuja inmobiliaria

LOS PELIGROS DE UNA BURBUJA INMOBILIARIA

Cuando un país en vías de desarrollo disfruta de una etapa de estabilización en su economía, es habitual que los sectores de población con menos recursos eleven su voz reclamando una distribución más homogénea de la nueva riqueza y apoyen con sus votos a líderes populistas que les prometan dar respuesta a dicha demanda.

Sin embargo, “una cosa es predicar y otra dar trigo”, lo que percibe el líder populista tan pronto como se instala el nuevo gobierno en el poder; no resulta tan fácil repartir los beneficios de la bonanza económica, ya que éstos no se encuentran, como en las antiguas películas de piratas, en un cofre lleno de monedas de oro, sino que son las empresas con sus activos y sus beneficios reinvertidos en maquinaria o nuevas instalaciones, los comerciantes con sus stocks y sus estructuras operativas, la organización productiva del propio estado con sus leyes, normas e impuestos, etc. los que constituyen y sustentan la nueva situación económica.

Por lo general, lo primero que un político aprende en materia económica es que “lo fundamental para tener felices a los votantes es permitirles que incrementen su consumo”; efectivamente, en la medida en que el votante pueda acceder a productos de consumo tales como un televisor,  unos nuevos electrodomésticos, o cambiar de vehículo, observa la vida  con más optimismo y se despreocupa de lo menguado de su salario.  

Pero, ¿cómo conseguir ese aumento del consumo?, se pregunta el político. Muy fácil, haga usted que los bancos otorguen crédito fácil, a tasas de interés reducidas.  En una economía estabilizada - lo que implica una tasa de inflación controlada, estabilidad en la cotización de las divisas, familias y empresas con capacidad para ahorrar y depositar dicho ahorro en los bancos locales, cierto optimismo en el futuro del país-  el sistema bancario estará dispuesto a conceder esos créditos, siempre que se aporten las garantías necesarias.

En los Estados Unidos, durante los gobiernos de los presidentes Bill Clinton y George W. Bush, se estableció como objetivo primordial la reducción de la desigualdad económica (“income inequality”) y, con el apoyo de una política expansiva de la Reserva Federal (FED) que mantuvo alta liquidez y tasas de interés muy bajas, fomentó el acceso al crédito de nuevos consumidores con bajos (o ningún) ingresos, cuya recién adquirida capacidad de compra disparó el consumo e impulsó la economía. 

Inevitablemente, una parte muy importante de ese consumo se canalizó hacia la compra de viviendas, mediante los créditos hipotecarios concedidos por bancos y otras entidades financieras; esos créditos pasaron a constituir las carteras de las tristemente famosas hipotecas “subprime” cuyo desenlace fatal nos resulta conocido. Dejaremos para otro día el estudio detallado del proceso “subprime” y la participación, más o menos inocente, de diversos actores, tanto del sector público (Fannie Mae, Freddie Mac), como del sector privado (bancos de inversión, agencias de rating, brokers, etc).       

Sin embargo, reflexionemos unos minutos sobre la forma en la que afectaría un incremento del crédito en una economía cuyo sector inmobiliario está disfrutando de un cierto desarrollo. Obviamente, la primera impresión es muy favorable: los propietarios de los terrenos sin construir están felices ya que, al aumentar la demanda de viviendas, sus terrenos serán recalificados y aumentarán mucho su valor; los propietarios de viviendas ven como el valor de las mismas aumenta día a día, impulsado por la creciente demanda; los constructores tienen una cartera de trabajo para varios años y, en consecuencia, elevan sus tarifas al elegir aquellas obras que les reportan mayores beneficios empresariales; los desempleados encuentran ahora un mercado laboral  que se disputa sus servicios y aumenta sus salarios; los bancos generan importantes beneficios por los nuevos créditos que conceden, tanto a los promotores inmobiliarios, como a las familias que van a convertirse en propietarios; las municipalidades y el propio estado central contemplan con agrado el incremento de la recaudación, tanto en tasas municipales por la concesión de licencias de construcción, como por los impuestos sobre los beneficios declarados por las constructoras; los notarios y registradores de la propiedad tienen que aumentar sus plantillas de empleados, ya que no pueden atender la demanda de contratos e inscripciones; fabricantes de aparatos sanitarios, muebles, elementos de decoración, etc. gozan de una actividad frenética y contratan a su vez a nuevos operarios; hasta las compañías de seguros ven crecer sus carteras de clientes.

Ante tal espectáculo, el político en el gobierno creerá haber encontrado la piedra filosofal, aquella que convertía en oro todo lo que tocaba… Por el contrario, lo que ha hecho ha sido echar a rodar cuesta abajo una piedra muy peligrosa llamada “burbuja inmobiliaria”.

Durante un tiempo, lentamente al principio, más rápidamente después, la escalada de los precios continuará imparable; las municipalidades autorizarán nuevos desarrollos inmobiliarios lo que supondrá el incremento en el valor de los terrenos; los promotores recibirán nuevos créditos de los bancos, por importes mayores, para la adquisición de dichos terrenos; las familias que ya hayan adquirido una vivienda –no pagada todavía- verán con ilusión que la vivienda que ayer compraron por 100.000, hoy se la compran por 110.000 y se animará a venderla y comprar otra cuyo precio sea de 130.000, ya que el banco está encantado de otorgarle el crédito necesario.

Las familias, deseosas de tomar su parte del pastel, invierten sus ahorros en la compra de viviendas, con la expectativa de que se revaloricen y puedan venderlas en plazo muy breve con sustanciosos beneficios.

Pero llega un momento en el que alguien, normalmente los bancos extranjeros que están otorgando los fondos a los bancos locales para conceder estos créditos, empieza a pensar que los precios que se están pagando por las viviendas no corresponden con la situación real de la economía, y que no es ni lógico ni normal que una vivienda en esa ciudad de un país en una fase inicial de desarrollo, tenga el mismo valor que una similar en el centro de New York o Paris, decide que el riesgo está llegando a un nivel muy elevado y opta por reducir primero, cortar totalmente después, las líneas de financiación a los bancos locales.

El encantamiento se rompe; alguien se ha dado cuenta de que, efectivamente, los valores que se negocian no corresponden con la realidad y empieza una carrera precipitada hacia la desinversión; hay que vender la vivienda –o los terrenos en caso de una promotora inmobiliaria- lo antes posible, aunque sea asumiendo una pequeña pérdida.  

Ante la avalancha de ventas, los valores de las viviendas se hunden rápidamente; lo que ayer se compraba por 130.000, hoy se vende por 100.000 y, si se regatea un poco, hasta por 90.000; los bancos, viendo que la valoración de las viviendas que constituyen su cartera inmobiliaria se desploma y ya no cubre el importe nominal de los créditos, cierran totalmente la concesión de nuevos créditos; sin crédito, el sistema colapsa.

El hermoso castillo de naipes que se ha construido, poco a poco, casi de forma imperceptible, durante el inflado de la burbuja inmobiliaria, se desploma en cuestión de días. Las familias, los promotores inmobiliarios, los bancos, todos los que se las prometían tan felices durante los últimos tiempos, quedan atrapados y tardarán largos años en recuperar, si logran hacerlo, el nivel de vida que tenían antes de que empezara toda aquella locura.

Los restos del naufragio quedan muy pronto a la vista: terrenos adquiridos a precios desorbitados vacíos o con el esqueleto de una construcción iniciada –los denominados “edificios zombis”– deterioran un barrio que iba a ser residencial; las compañías constructoras y las empresas auxiliares despidieron, de la noche a la mañana, a todos aquellos empleados que habían contratado con elevados salarios; las familias, independientemente de la posibilidad de que sus integrantes formen parte de las filas del desempleo, han quedado sujetas a un crédito hipotecario por 30 ó 40 años, para terminar comprando –sacrificando para ello unos ahorros que deberían serles de utilidad en la vejez- una vivienda por un importe mucho más elevado que el que podrían recuperar si la vendieran; los bancos se encuentran con una enorme cartera de créditos morosos, tanto de familias como de empresas, que va a lastrar sus beneficios durante muchos años –si es que no lleva al propio banco a la desaparición– y una pesada cartera de viviendas adjudicadas ante la imposibilidad de sus propietarios de pagar las cuotas del crédito.

Se podrían seguir detallando los problemas que aparecen tras la explosión de una burbuja inmobiliaria, algunos de tipo personal – el famoso “efecto llamada” que un fenómeno de este tipo tiene sobre el colectivo de inmigrantes, extranjeros o del campo hacia los núcleos urbanos-  o familiar, por ejemplo,  aquellos padres que avalaron con sus patrimonios los créditos a sus hijos para que pudieran adquirir una vivienda y ahora reciben las reclamaciones de unos bancos necesitados de recuperar los créditos para su propia supervivencia, pero existen muchas experiencias al respecto que pueden fácilmente ser consultadas... Irlanda, España, etc.

Seguramente, al contemplar la catástrofe que ha provocado con sus populistas medidas de reducir la desigualdad mediante el crédito fácil, el político se consolará pensando que “él lo hizo con la mejor intención…” pero la economía de su país habrá dado un gran salto hacia atrás, entrando en un proceso de recesión, con un sistema financiero quebrado o muy debilitado,  del que tardará muchos años en recuperarse.  

Carlos A. Bacigalupe  

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